Publicada en 1955 con el sello de Guillermo Kraft, la novela de Marco Denevi, Rosaura a las 10 fue llevada al cine
por Marco Denevi

ESCRITA entre el primer día de julio y el último de septiembre de 1954, cuando yo había ya cumplido treinta y dos años (no, no he sido un escritor precoz sino más bien tardío), Rosaura a las diez salió a la calle en octubre de 1955. Varios productores y directores de cine creyeron que su argumento podía servir de base para una película. Yo opté por Mario Sofíici, a quien admiraba y respetaba.

Permítaseme que desahogue aquí mi gratitud hacia los editores del libro. Tenían el derecho de intervenir en las negociaciones y de percibir una parte del precio que se conviniese. Pero Guillermo Kraft me dijo: “No queremos nada. Que todo sea para el autor”. O témpora o mores. En modesta retribución exigí que el nombre de la editorial figurase entre los créditos del film.

Durante el proceso de adaptación de la novela, a cargo de Soffici y del novelista, ocurrió una cosa que no debe de ser frecuente. Yo quería introducir drásticas modificaciones en el libro original y el director de la futura película se opuso. A mí me parecía que la estructura de la novela, esa sucesión de distintas versiones de los mismos hechos (copiada de La piedra lunar, de Wilkie Collins) traducida en imágenes podría resultar tediosa cuando no irritante. Rosaura no era Rashomon.

Hubo otras disidencias. Yo imaginaba una casa de pensión sórdida, mansiones sombrías, hoteluchos tenebrosos, una Rosaura (la imaginaria) como salida de un cuadro de Dante Gabriel Rossetti y una música de fondo onírica, en sordina, según el modelo de la banda sonora de una película protagonizada por Frank Sinatra que me había impresionado: La redención de un cobarde.

Los gustos de Soffici prevalecieron sobre los míos. Debo de haber sido yo el equivocado porque el film tuvo éxito, y en el Festival de Cannes de 1958 fue candidato al premio al mejor guión, tal nos lo adelantó el presidente del jurado, pero a último momento Italia, excluida de todas las distinciones, protestó y la Rosaura de Soffici tuvo que cederle el lugar a una película de Pietro Germi. Estos entretelones no fueron divulgados ni siquiera en nuestro país.

He escrito los libretos de otras dos películas, que la crítica vapuleó y que el público esquivó con energía. Culpable soy de esos fracasos. No supe sobreponerme a mi oficio de escritor. No pensé en imágenes sino en palabras. Quizá debí contar el argumento al director en forma oral. La oralidad sí me permite la visualización de una historia. Escribir me arrastra hacia la literatura.

Como diría Perogrullo, el cine no narra peripecias humanas: las descubre en los momentos y en los lugares donde transcurren, pero sin delatar la presencia de ese ojo que las espía y que luego, en la sala de proyección, nos transfiere la mirada. En cambio, el texto literario comienza después de que la historia ya sucedió, y por eso puede documentarla por escrito. Es el resto náufrago de una aventura ya pasada, decía Paúl Valéry. Creo que la enorme seducción del cine radica en la ilusoria contemporaneidad que establece entre el espectador y la historia, incluso si ésta finge desarrollarse en épocas remotas. Se trata de una convención, pero, ¡con qué facilidad la olvidamos apenas las imágenes se deslizan sobre la pantalla! Nuestro sentido de la vista, demasiado acostumbrado a lidiar con lo que es real, nos induce a engaño.

Luis II de Baviera quiso tener un teatro para él solo. Mi amor por el cine tolera mal la proximidad de un público de desconocidos. Últimamente un televisor gigante me permite emular en mi casa a aquel desdichado monarca, pero, menos maniático que él, suelo compartir el goce de una buena película con amigos tanto o más apasionados que yo por el cine. Sin embargo, el egoísmo de mi pasión, a veces, me pide disfrutar a solas de tal o cual film cuya belleza articula conmigo una relación tan íntima que expulsa a los terceros. Digamos: El desierto de los tártaros, Tomates verdes fritos, Pasaron las grullas.

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