por Gary Vila Ortiz
Lo primero que recuerdo es la difteria. Tal vez memoria del recuerdo de mis padres. Pero en lo que hace a José Celoria, a quien le decíamos el tío José, recuerdo bien la ternura de su atención y el remedio para aquel mal: tres meses en el campo, afuera lo más posible, jugar con tierra o barro, vivir la respiración bajo unas casuarinas inolvidables. Celoria, además, me envió de regalo un burro, Baldomero, a quien seguí viendo durante años, pequeño entre la tropilla, pero atropellador de amores cuando el amor llegaba.La segunda memoria es un año, 1944, el del terremoto de San Juan, una silla tijera donde estaba sentado, el golpe seco de la silla que se cerraba y mi meñique que quedó colgando de un fino hilo de piel. Del viaje hasta el Británico, solo me palpita la visión de un pañuelo empapado de sangre. Y después la voz de Lelio Zeno, en la sala de cirugía, que le decía a mi padre, "le voy a salvar el dedo a tu hijo y con un nuevo sistema quirúrgico que estoy investigando...".
Ese meñique cambió, creo, mi vida. O ese meñique fue utilizado para cambiarla. Primero una infección, luego el dedo que volvía a salvarse, el reumatismo infeccioso, la secuela de un soplo en el corazón, los cuidados que por aquel entonces significaba ese soplo. Ese tiempo de mis ocho años está ligado con una niñez diferente. Me estaba vedada la práctica del deporte, lo que en realidad sólo me afectaba por el fútbol, el único deporte que me gustaba jugar y que jugaría ahora si pudiera. Pero ahora ya no es el soplo sino los años. Esos años también están ligados a un remedio: salicilato. Era tanto lo que me dolían las inyecciones, las náuseas y los mareos que me provocaban las pastillas, los oídos tapados, y otras cosas que pasado el tiempo (y cuanto) he creado con el salicilato una relación en la que el viejo remedio (ignoro si aún se usa) se antropormofiza y es alguien con el cual tengo una actitud de amor-odio.
Llegado a este punto, suponiendo que esta revista debe ser leída por médicos (y acaso alguien más) contar la historia de mis enfermedades no debe ser nada divertido. Pero lo que deseo contar en realidad es otra cosa: no sólo porque mi padre fuera médico, siento un gran cariño por la medicina y un agradecimiento profundo por todos los médicos que me han atendido, que me han tenido una paciencia increíble y además que literalmente, al menos algunos de ellos, me han salvado la vida. A cambio de eso, puedo proponerles un poco de aburrimiento.
El reumatismo me llevó a Luis González Sabathié. Lo primero que sentía al entrar al consultorio era el olor del té que siempre había en el escritorio y luego la sensación que la sola cabeza de González Sabathié apoyada en mi pecho, (no usaba estetoscopio alguno), y el tiempo en que escuchaba a mi corazón, me han quedado grabados como la imagen de lo que es o debería ser siempre la medicina pese a todos los progresos habidos (y creo que he pasado por unos cuantos). Quiero decir, cuando uno va entrando en el tubo de la tomografía no siente que lo van a curar sino una sensación de claustrofobia. Cuando el médico nos mira y apoya su cabeza o toca con el bisturí la zona herida (como dice el poema de Eliot que cito al principio), uno sabe que es eso, la presencia humana y no la frialdad de un aparato, lo que nos salva.
Como en un film una sucesión de imágenes rápidas, cine mudo si se quiere, una referencia a los poemas del principio, nombres de ese territorio del afecto que hablo.
Después de González Sabathié, Leone y Robiolo; luego los clínicos, entre ellos Héctor Alonso y Alberto Muniagurria. Pero al hablar de ellos creo que con el primero hablé más del jazz, del New Yorker y de Mahler que de mi asma; y con Muniagurria de nuestro profundo amor a la ciudad que aún sentimos, la enfermedad un pretexto para compartir el tiempo.
Hay intermedios quirúrgicos. El padre de un entrañable amigo, Pico Tejerina, también médico, el "viejo" Tejerina, famoso por su sabiduría y sus actitudes serias, me operó en el 55 de una doble hernia inguinal. Mi carácter era muy distinto al de Tejerina padre, pero era eso justamente lo que más había creado una secreta complicidad para la cual bastaba una mirada o una leve sonrisa. Después de la operación la fiebre, el viejo Teje que me miraba con esa complicidad de que hablo y decía "no le hace", restándole importancia y haciéndome feliz porque yo sabía intuitivamente que era así.
Surgen ahora los nombres de quienes estaban en la mesa de Anatomía en el corto tiempo que estudié medicina: Tejerina, Roncoroni, Hug, Ameriso... Y dos hechos: los ojos celestes de un anciano en la morgue y una pierna gangrenada que tuvimos que explorar Tejerina, Roncoroni y yo, que me dejó la sensación de un olor que me persiguió durante años, una mezcla nauseabunda con el "aroma" del talco y los guantes de goma.
No hace demasiado, en comparación con lo que cuento, la cara de Alberto Mon operándome con anestesia local una hernia crural o algo por el estilo provocada por una ataque de asma por el cual hice un esfuerzo tan grande para respirar que el asma se fue y saltó la hernia. Mientras Mon operaba yo me sentía sereno y empecé a funcionar como un tipo de buen humor, pero creo que se me fue la mano, ya que Alberto me miró y me dijo que me iba a poner algo más de tranquilizante.
Supongo que llegado este momento el aburrimiento del médico ante las palabras del paciente es mucho. Trataré de ser más suave. Le debo a Tejerina hijo, a Lovesio, a Navarini el poder estar escribiendo estas líneas. Le debo a los muchachos que me soportaron en terapia intensiva del Hospital Italiano, ese cariño que ya había experimentado en las otras ocasiones que he contado. Es decir, les debo la vida.
Pero no puedo olvidarme de Villafañe, que me atendía en ocasiones mis ataques de asma, de Figueroa Casas, de Mon padre, que trajo al mundo a mis hijos, de Cesanelli, que en aquella oportunidad del reuma, se había transformado para mí en alguien que si aparecía en el cuarto, yo salvaría mi dedo, de la mirada de comprensión de Della Bianca, cuando antes de anestesiarme me dijo "pensá en el disco de jazz que más te guste", y en muchos otros cuyos nombres no olvido, tampoco sus charlas, que han sido parte de mi vida, como los poemas que he citado al principio.
Yo sé, como todos, claro, que "caballeros y damas" seremos solamente el polvo del que habla Emily Dickinson, pero entre tanto, está el médico, en este caso los amigos que aún me atienden, y con quienes hablo, les planteo mis problemas y desobedezco sus indicaciones para tener siempre un pretexto para volver y seguir charlando.
Si faltan aquí algunos nombres, perdón. Pero que me crean que no faltan porque están en mí. Y una última reflexión: David Staffieri atendió a mis dos abuelos en el momento que iban a partir. Eran tiempos diferentes: lo que recuerdo con emoción es que parado ante la cama de mi abuelo materno, Staffieri con su honda voz, decía, "que corazón fuerte que tiene este hombre." Mi abuelo tenía ya 98 años y el corazón seguía funcionando. Había que esperar. Me inquieta: eran distintas las muertes de antes, cuando la muerte no era una polémica entre la muerte cerebral o la detención del corazón, el viejo latido de la vida.
Podría seguir escribiendo. No lo haré. Me quedaré con algo si hay una próxima. Ese territorio de mis afectos ya está delineado, hay que agregar algunos nombres en el "mapa", el de Coqui Baravalle , el de Juanjo Premoli, el de Bonaudi, el de González del Cerro, el de Azcona, el de Menoyo, médico de mis hijos, y el de muchos otros.
Si el aburrimiento no es mucho, acaso habrá otra nota, y otros pensamientos. El paciente le dice algunas cosas a los médicos. Y no sabe de qué manera (por ahora es ésta) agradecer como han sido, como son algunos de ellos todavía.
Y les aviso que a los que les toque verme cuando a mí me toque salir de la escena, voy a rabiar, como le aconseja Dylan Thomas a su padre, a rabiar y rabiar con fuerza, en contra de la muerte, de ausencia de la luz. Porque como los médicos, yo, sin serlo, tengo lo que para ellos es lo esencial: la más profunda reverencia para todo lo vivo. Es una de mis pocas certidumbres.